Los orígenes de Roma, parte 2

Primer día de clases

Casa de Fieras, diecinueve años atrás 

 

El viaje del sur al centro del país fue el más largo que Roma había hecho hasta el momento. Marisa y Nataniel eran alegres y se habían esforzado por entretenerla, contándole anécdotas de su juventud, de sus DPMs, de cómo se habían conocido y de la historia del mundo al que se suponía iba a ingresar. 

La realidad era que Roma no quería saber. A medida que habían pasado los días y la adrenalina del escape y las revelaciones se habían disipado, una tristeza enorme le había invadido cada espacio de su corazón. Había perdido lo que más amaba. A su familia, a su Jana… Sus nuevos tutores eran amorosos y la trababan mejor que sus propios padres. Pero había una diferencia: no lo eran. Después de un par de horas de contar historias y cantar canciones animadas para espantar el silencio que llegaba desde el asiento trasero, Marisa y su marido comprendieron que su entusiasmo no era lo que la joven necesitaba. Con un pacto mudo, intercambiaron miradas y se concentraron en el camino.

Roma entonces se dedicó a mirar por la ventanilla, observándolo todo con sus ojos de ónix que ansiaban abarcar el mundo y entenderlo. ¿Quién era? ¿A qué estaba llamada? ¿A dónde se dirigía? ¿Alguna vez algo dejaría de doler?

Hicieron varias paradas en el camino. Marisa era la única que conducía.

—Nunca me interesó el volante —había comentado, risueño, Nataniel.

Almorzaron en una fonda en el camino, Roma apenas había probado un par de bocados de la tortilla deliciosa que les pusieron.

—Debes alimentarte bien… —había comentado Marisa—. Aunque estoy segura de que Gus se encargará de eso —sonrió al pronunciar su nombre.      

—¿Quién es Gus? —se interesó la niña.

—Ya lo verás —respondió Nataniel, entusiasmado—. Vas a quererlo, no puede ser de otra manera.

Roma se encogió de hombros y abordaron el Xsara verde esmeralda una última vez y ya no se detuvieron hasta ingresar a Madrid. No pudo creer lo que veía: la ciudad era imponente, hermosa; sus edificios tenían una presencia elegante y señorial. Se sentía la protagonista de una película. 

—Es tu primera vez en la capital, ¿verdad? —había preguntado Nataniel.

Ella había asentido con la cabeza, tímida.

—¿Y? ¿Qué te parece? —se interesó Marisa.

—Es… asombrosa.

Se detuvieron en varios semáforos y Roma se admiró de la manera refinada que muchas mujeres tenían para vestirse, las personas que iban y venían hablando por móviles —no había visto muchos en su pueblo—, y el ritmo frenético que parecía regir la vida de esa gente apurada.

Estuvieron mucho tiempo buscando un lugar libre para aparcar. Cuando al fin lo encontraron, descendieron con las piernas entumecidas.

—¿Te encuentras bien, pequeña? —le preguntó él.

Ella le aseguró que sí. Su corazón latía muy fuerte. Aferró las correas de la mochila que llevaba con las pocas cosas que Marisa se había ocupado de conseguirle para que estuviera cómoda: un par de mudas de ropa, un pijama, cepillo de dientes, dentífrico, medias… Le había hecho una lechuza de felpa. “Para que sientas mi presencia cuando la necesites”. Roma pensó que era una señora buena. Le dio gusto saber que podría contar con ella si lo necesitaba y que no le pediría nada a cambio.

Caminaron por las calles atestadas hasta un parque inmenso, repleto de árboles preciosos.

—Este es el parque del Buen Retiro —le explicó Nataniel.

Cruzaron una puerta de hierro para sumergirse en un mundo novedoso. A pocos metros la sorprendió un monumento colosal. Era un semicírculo de columnas que enmarcaban un lago. En el centro se elevaba una torre, que culminaba con una estatua de alguien a caballo.

—Ese es Alfonso XII —comentó Marisa, esperando la reacción de Roma, que no llegó.  

En el estanque personas se divertían practicando remo.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó la pequeña, como si se hubiera despertado de un trance y recién se diera cuenta de dónde se encontraba.

—Ya verás —respondió Marisa, enigmática. Estaba poniendo todo de sí para que la niña encontrara en aquello una aventura, pero no estaba teniendo éxito.

Se adentraron por los senderos hasta pasar por una construcción como salida de un cuento de hadas.

—¿Qué es eso? —quiso saber Roma.

—Ese es el Palacio de Cristal. Bellísimo, ¿no es cierto?

Ella asintió con la cabeza. La luz del sol se desarmaba en destellos de colores al atravesar sus vidrios. Pensó en la luz que no brillaba en su interior, deseó que la cálida visión ahuyentara la penumbra que parecía siempre cernirse sobre ella. Pero no. La belleza le era algo esquivo. Como si pudiera verla solo desde lejos, huidiza, inalcanzable.

—¿Estás bien? —Nataniel advirtió la nube que le atravesaba la mirada.

Ella no dijo nada. Observó lo que la rodeaba con la actitud de un mendigo que atraviesa un banquete del que no puede tomar nada. De alguna manera entendía que no estaba en este mundo para ser feliz.

Se acercaron a una construcción de piedra, cuadrada, con rejas antiguas. Roma alcanzó a leer un cartel que rezaba “Antigua Casa de Fieras”.

—¿Llegamos? —preguntó. No había emoción en su voz.

—Sí, querida —le confirmó Marisa—. Ven, es por aquí.

Llegaron hasta un túnel un poco alejado de la gente que se adentraba en el edificio principal. Estaba oscuro y el ambiente era aterrador. Había charcos esparcidos aquí y allá y alguna que otra gotera que lo hacían aún más lúgubre. Si no hubiera estado acompañada por los adultos, jamás se habría adentrado por ese callejón tenebroso.

Se detuvieron frente a una puerta de metal oxidado. Daba la impresión de que nadie podía habitar aquellas dependencias. Nataniel levantó la tapa de una caja de fusibles y Roma pensó, sin decirlo, que deseaba que tuviera cuidado. Manipular cables en medio de pérdidas de agua no era la mejor de las ideas.

Algo accionó que hizo que se escuchara el zumbido de un interruptor que permitió que, al empujar la puerta, sus cerrojos estuvieran abiertos.

Tan pronto cruzaron el umbral, una mujer salió a su encuentro.

—¡Queridos! ¡Qué gusto que hayan llegado bien! —era una señora de pelo castaño, corto, de estatura y contextura mediana.

—¡Elis! ¡No sabes la ilusión que nos daba regresar! —la abrazó Nataniel.

—¿Esta es la famosa gitanita? —La señora se agachó para observarle las facciones.  

A Roma no le gustó que la llamara así. Su raza y su cultura era con frecuencia menospreciadas y la manera en la que la estaba llamando denotaba cierto aire de superioridad.

—Su nombre es Roma —corrigió Nataniel, seco. Parecía que a él tampoco le había gustado la manera en la que se había expresado la directora.

—Roma, Roma. Qué nombre curioso —sonrió con falsedad—. ¿Estás entusiasmada con la idea de averiguar si eres una de nosotros? Todos los NESATs llegan llenos de expectativa y ansiedad… —de manera inesperada Elis le tomó la muñeca para investigarle el pulso.

—Es una niña muy tranquila —comentó Marisa, apartándola para que se soltara de la mano intrusa. Le acarició su largo pelo azabache—, y ha pasado por mucho…

—Claro, claro —fingió empatía la mujer—. Vengan, Gus les tiene preparada una merienda deliciosa.

Roma abría los ojos con curiosidad. Caminaron por los amplios corredores forrados en madera lustrosa, para nada parecidos al corredor que los condujo hasta la entrada. Las instalaciones de la Casa de Fieras eran magnificas y misteriosas. A sus costados aparecían, como centinelas de hierro, pesadas puertas con relieves e inscripciones. Roma no estaba segura de si le gustaba la idea de quedarse allí. Nada tenía que ver con su casa de Málaga, donde en los patios vecinos las mujeres cantaban por sevillanas y los olores a ropa tendida al sol perfumaban los jardines.

Algo al fin la encendió cuando vio al canguro disponer los rollos de canela sobre la isla en medio de la cocina.

—¡Gus, querido amigo! —Nataniel abrazó al canguro que llevaba puesto un delantal mientras hurgaba en el bolsillo de su chaqueta para extraer un imán con una cerámica andaluza.

—¡Nataniel! ¡Qué gusto! ¡Oh! ¡Es tan hermoso! No deberían haberme traído nada. ¡Marisa!

La mujer se abalanzó a los brazos pequeños del marsupial.

—Te he echado mucho de menos, Gus de mi corazón.

El canguro cerró los ojos y se entregó al abrazo con deleite.

—Gracias por el detalle —comentó y colocó el imán en un huequito que quedaba libre en la puerta del refrigerador—. Tú debes ser la nueva NESAT…

Roma asintió, confusa. ¿Por qué no estaba en su versión humana? ¿Acaso sería uno de esos que llamaban zofones, como le habían contado sus tutores?

—Espero que te gusten los rollos de canela. En lo personal, son mis favoritos y quise agasajarlos con ellos.

Sacó una placa repleta del horno. La cocina olía increíble. Roma se sentó en una de las banquetas altas y Elis le colocó una taza con leche tibia delante que se dispuso a beber mientras observaba la brillante capa de glaseado que cubría las delicias que no se animaba a tocar.

—Vamos, toma los que gustes… —la animó el canguro.

Sus pestañas eran tan largas y tupidas que le fascinaron.

Con timidez, probó la primera maravilla preparada por Gus y se enamoró de su cocina —y de él—, para siempre.

 

Se despidió de sus tutores con una sensación extraña. No sabía si sentirse triste o no. En realidad, no sabía cómo se sentía. Parecía haber pasado por tantas cosas en las últimas semanas que el tren de emociones se había atascado a mitad de camino y nada llegaba a su corazón. Cerró los ojos arropada en una cama desconocida, en un cuarto oscuro y silencioso. Le prometieron que al día siguiente le presentarían a sus compañeros y la acomodarían en una habitación permanente. Se sorprendió de no tener expectativas.

Era temprano cuando tocaron a su puerta.

—¿Estás lista?

Lo estaba. Se había sentado a esperar desde hacía varios minutos. No había dormido mucho. Las imágenes de su casa en Málaga y de su familia la habían mantenido en velo la mayor parte de la noche. Tenía sombras debajo de los ojos que contrastaban con su piel blanca, casi transparente cuando abrió la puerta y se enfrentó a un hombre. El señor altísimo, de sonrisa afable le extendió la mano, divertido.

—Mucho gusto. Mi nombre es Orión y soy el encargado de dictar las clases de Historia de la Cultura wardjalis.

Ella lo miró como se miran las cúspides de los edificios.

—El mío es Roma —susurró, estrechándole la mano.

Cuando él se dispuso a terminar el apretón, ella lo retuvo delicadamente. El hombre dejó sin resistencia que la niña observara las líneas de su palma, un poco extrañado.

Ella no dijo nada. Tan solo lo miró, sonriendo levemente, y la soltó.

Orión hizo de cuenta que no le había resultado curioso el comportamiento de su nueva alumna, y la invitó a seguirlo. Atravesaron los extensos corredores hasta llegar a un comedor en donde grupos numerosos de jóvenes tomaban su desayuno. Las mesas eran redondas y cada una debía tener alrededor de diez comensales y Roma contó ocho mesas. Había otra ocupada por adultos, un perezoso y una cigüeña.

—Ellos son los entrenadores, ven —la alentó.

Por más que sentía que nada la afectaba, la visión de la cigüeña y el perezoso desayunando junto a los humanos la descolocó.

Todos levantaron sus cabezas al verla.

—Bienvenida —la saludó el perezoso, con parsimonia—. Mi nombre es Joan, soy el profesor de Biodiversidad.

—Qué gusto que hayas llegado —celebró la cigüeña—, soy Lorna, la entrenadora de aire.

—Que disfrutes tu estadía en la Casa —la saludó un hombre de mediana edad, de tupidos bigotes rubios—. Soy el entrenador de agua, mi nombre es Frederick.

—¡Feliz cumpleaños! —canturreó la mujer sentada con ellos, de piel oscura y frondoso cabello. Mi nombre es Chloe, soy la entrenadora de tierra.

—Queridos alumnos —Orión se dirigió al comedor con su voz atronadora y el silencio fue total—. Les presento a la nueva incorporación de la Casa de Fieras: Roma Cortés.

Hubo un vitoreo seguido de feliz cumpleaños. La mayoría de los que llegaban lo hacían el día de su nacimiento. Escuchando los cantos entusiastas y rodeada de sonrisas y buenos deseos, Roma se preguntó qué demonios estaba haciendo allí.

Terminado el desayuno la sentaron en una sala con especímenes de pájaros sueltos y el perezoso les habló de la diversa fauna de Tasmania. Aparentemente, por tratarse de una isla, muchos animales habían sido preservados de la extinción. De la misma manera que los Portales oficiaban de refugio para asegurar la supervivencia de todas las especies que alguna vez habían habitado la Tierra.

Roma no entendió a qué se refería con eso de los Portales. Tampoco quiso preguntar. En su cabeza, desde bien temprano, crecía un solo pensamiento: irse. Su corazón nómade ansiaba ir en busca de su propio camino y no creía que lo encontrara entre esa gente particular y extraña.

Se dedicó a observar los movimientos de la Casa durante un par de días. Callada, con sus ojos enormes que lo abarcaban todo, no dejaba de imaginar una vida de misterio y aventuras, sola, viajando por aquí y allá. Se ganaría la vida leyendo la fortuna de las palmas de la gente. Su abuela le había enseñado la vieja tradición. Se dedicaría a cantar los palos que la acompañaban desde la cuna. Soñaba un futuro en los tablaos de esa gran ciudad y no podía soportar mucho tiempo más el encierro de ese sótano repleto de personajes abrumadores.

Comió cada bocado de la cena, intentando disfrutar ese guiso de arroz y zapallo delicioso, sabiendo que pasaría un tiempo hasta probar algo parecido. Solícita, fue junto a su grupo hasta la habitación. Se lavó los dientes, y se metió en la cama vestida sin que nadie lo notara. Esperó a que se apagaran las luces y, cuando todo estaba silencioso, desanduvo el camino que había hecho recién llegada junto a sus tutores. Una de las cosas que había aprendido de su padre herrero era a abrir cualquier cerradura. La que la separaba del exterior, por más que era compleja, no fue la excepción. En poco tiempo se halló corriendo por el parque desolado, alumbrada por la escasa luz de los faroles.

—¿Ya te vas?

La pregunta hizo que el corazón le saltara a la garganta. ¿La habían seguido? ¿Quién? ¿Cómo?

Se dio vuelta para enfrentar la oscuridad y la tenue niebla que danzaba a ras del suelo.

—¿Quién está ahí? —preguntó, asustada.

La sangre le galopaba en el pecho. Estaba decidida. Se iría de allí, costara lo que costara. Nadie impediría… Un chico saltó de la rama de un árbol. Tenía el pelo oscuro, su cuerpo era macizo. En los ojos tenía una ambigüedad que la cautivó.

—No te conviene. Irte, digo. Allá afuera las cosas son difíciles para los nuestros —el muchacho parecía maduro y decidido.

—Es que… no sé… —Roma dudó—. Siento que no…

—¿Perteneces?

Ella asintió. El muchacho se acercó y su olor le resultó familiar. Era la primera vez que caía en la cuenta de que percibía ese olor en presencia de su padre, de Marisa y Nataniel y quienes habitaban en la Casa. Debía ser algo característico de los wardjalis.

Escuchó el sisear de una serpiente y se le erizó la piel.

—No temas. Son los moradores ocultos. Todos los escuchamos. Al menos todos los de nuestra clase.

Se estremeció y se frotó los brazos con las manos. La noche estaba fresca.

—¿Fantasmas? —susurró ella, no quería que la escucharan.

—Algo así —él sonrió.  

Por un momento la compañía del chico la hizo sentir segura. Había algo en él que la calmaba. Hacía mucho tiempo que nada ni nadie la devolvía a la tierra.

—Quédate un tiempo. Siempre tendrás la chace de huir. Al menos dale una oportunidad a la Casa —le dijo.

—¿Por qué me dices esto? ¿Qué diferencia hace que me quede o no?

—Yo también intenté irme. —La respuesta la tomó completamente por sorpresa—. Siete veces, para ser exacto. La última entendí que no hay otro lugar en donde preferiría estar. Te estoy ahorrando varios dolores de cabeza.

Ella ladeó la cara hacia un costado. ¿Acaso debía creerle? No parecía estar mintiendo.

—No recuerdo tu nombre —admitió ella, aunque sí recordaba haber compartido la clase de entrenamiento terrestre esa misma tarde.

—Me llamo Jordi. Jordi Félix.

Algo de su nombre la hizo estremecer.

—Créeme —le extendió la mano para regresar juntos—. Ningún lugar te tratará mejor que este. ¿Vamos?

Ella aprovechó para echarle un vistazo. Lo que vio en su palma, la dejó sin habla. Se tomó unos segundos. Pudo sentirlo como una ráfaga de sensaciones: amor, felicidad, desdicha. Tal y como lo había vaticinado su abuela. Todo la aguardaba al otro lado de esa mano, de esa piel. No quería ahorrarse nada en su vida. Ninguna alegría, ningún dolor. Si algo sabía desde chica era que quería sentir todo al máximo, vivir, sin importar las consecuencias. Cerró los ojos y la tomó. Juntos regresaron a la Casa de Fieras. Un nuevo y crucial capítulo se había abierto en su vida.